Saber adaptarse a las exigencias de un director, y más aún, de un director autor, no es algo al alcance de cualquier intérprete, sean cuales sean sus dotes artísticas. Juliette Binoche (París, 1964) nunca ha tenido problemas durante su carrera: ha podido trabajar para Kiarostami, Godard, Kieslowski, Assayas, Minghella, Haneke… y algún taquillazo norteamericano. La versatilidad y la elegancia han caracterizado su hacer a lo largo de los años en cerca de una sesentena de trabajos, que Seminci premia con una Espiga de Honor para la actriz.
Debutante en el cine con apenas 19 años (Liberty belle), trabajó en un par de películas para televisión y saltó a la pantalla grande cuando Godard le dio su primera oportunidad en 1985, con un papel secundario en Yo te saludo, María. Numerosos roles pequeños jalonaban el principio de la filmografía de Binoche, hasta que André Techiné decidió confiarle su primer protagonista en La cita, un drama erótico escrito por Olivier Assayas, que a Binoche le valió su primera nominación como mejor actriz a los premios César de la Academia de Cine francesa.
1986 marcó el comienzo de su relación personal y profesional con Leos Carax en Mala sangre, y no faltaba mucho tiempo para protagonizar la primera gran adaptación literaria de las muchas en las que participaría; en este caso, un enfoque norteamericano de La insoportable levedad del ser de Milan Kundera; rodado por Philip Noyce y con Daniel Day Lewis en el reparto. Binoche no abandonaría el cine de Estados Unidos ni su país, y seguirá su trayectoria alternando thrillers dramáticos (Rotonda) con comedias románticas (Trilogía de pasión), pasando por cintas puramente autorales (Los amantes del Pont-Neuf, de nuevo a las órdenes de Carax y más adaptaciones literarias (Cumbres borrascosas).
Tras la estupenda Herida, con Louis Malle, llegó un gran éxito personal: Azul, la primera parte de la trilogía de Krzysztof Kieslowski sobre Francia, que le brindó el único César hasta la fecha de su trayectoria. Continuaba a su ritmo normal, entre la comedia norteamericana (Romance en Nueva York) y el drama francés (El húsar en el tejado), hasta que llegó 1997 y, con él, un nuevo e inesperado techo en su carrera: el Óscar a la mejor actriz secundaria por El paciente inglés, de Anthony Minghella. Nadie se lo esperaba, ni siquiera ella, que se declaró convencida de que el galardón lo conseguiría Lauren Bacall por El amor tiene dos caras.
Su cotización, desde entonces, se ha mantenido al alza. Repitió con Techiné en Alice y Martin, conoció a Leconte y a Haneke en La viuda de Saint Pierre y Código desconocido, y volvió a ser nominada al Óscar, esta vez a mejor actriz, por Chocolat, un galardón que le arrebató Julia Roberts por Erin Brockovich. Al margen de nuevas cintas de romance (Jet lag; Paris, je t’aime) e incursiones americanas (La huella del silencio), su entrada al nuevo milenio siguió fiel a los autores más arriesgados y diferentes. Volvió a trabajar con Haneke (Caché) y con Minghella (Breaking & Entering), y conoció a Boorman (In my country), a Ferrara (Mary), a Amos Gitai (Disengagement), a Cronenberg (Cosmópolis) y a Kiarostami (Shirin, Copia certificada, Espiga de Oro en 2010).
Binoche sigue activa y sin pistas de que vaya a parar. Ha estrenado Viaje a Sils Maria, la última cinta de Olivier Assayas, con quien ya colaboró en Las horas del verano; y una biografía sobre la escultora Camille Claudel. En la 60ª Seminci presentará Nadie quiere la noche, el nuevo trabajo de Isabel Coixet que protagoniza junto a Gabriel Byrne y Rinko Kikuchi.